15.11.10

Me he ido por las ramas.


Odio los trenes. Odio viajar en tren. Pero lo que más puedo llegar a odiar es viajar en un tren y estar sentado al lado de un bebé que no puede parar de llorar.
Aunque agradezco estos momentos —cada vez más escasos—, una hora y media para mí, con el sentimiento añadido de estar volviendo a casa, al centro de todo. 

Creías que iba a ser fácil, ¿verdad? Huir siempre parece la solución fácil, pero a veces pasa que no huyes , huye una parte de ti y volver se torna una tarea dolorosa. Pero vuelves. Y al volver todo sigue igual, nada ha cambiado porque resulta que no eras una pieza determinante en el engranaje de ese mecanismo. La máquina sigue andando y tú, polea sustituible, ves como la vida ahí sigue igual.
Decía alguien, una vez, que existen dos tipos de personas: las que se deslizan por la vida y las que se sumergen en ella. Yo añadiría otra categoría: las que creen que están buceando en el mar de la vida pero cuyo máximo logro ha sido no ahogarse (del todo) en el intento. Ellos, los últimos, son los inconformistas como tú que se niegan a creer que su vida termina ahí, siempre ven el “aquí y ahora” como punto de partida, jamás como meta. Y eso, según como se mire, puede resultar un arma de doble filo. Hablo de raices, del modo en que éstas nos convierten en sujetos dependientes. Desde un punto de vista existencialista —admitiendo antes, sin duda, mi conocimiento limitado—, ¿qué te hace creer que esas raices determinan o limitan tu camino? Asumamos que, como sujetos, tenemos la supremacía absoluta en cuanto a la elección de nuesto porvenir, por llamarle de algún modo. Y se me puede objetar la voluntad de control en tanto que necesidad o, incluso, la capacidad del sujeto de llevar a cabo dicho acto, pero me refugio en el libre albedrío. Mi opinión en cuanto a qué camino debes elegir es subjetiva y en absoluto determinante pero, ¿qué mejor que saber que el hecho de haber venido a la gran urbe te ha permitido ver todas estas cosas que antes, anclado en tus raices, no pasaban de representaciones que sólo cobraban vida en el seno de la imaginación (y del deseo)? Aunque, claro, nunca te vas a sentir completo, por muy poética que pueda parecer la eterna búsqueda de algo mejor. Pero, ¿acaso no es esa sensación de incompetitud la plasmación de esa búsqueda de la felicidad que significa, al fin y al cabo, la verdadera felicidad?

Recuerdo a esa chica miope que miraba raro a la gente por la calle y decía ser una persona muy exigente. No se conformaba con cualquier cosa, con cualquier hombre, con cualquier lugar. Sabía que era capaz de (casi) todo y que, obviamente, no era posible haber conseguido ese (casi) todo a tan temprana edad. Porque nadie la había besado aún en una casa frente a un lago, nunca había conocido a un chico en la cafetería a la que iba siempre desde que llegó a esa nueva ciudad, hacía unos años ya. No había recibido cartas anónimas de alguien que le explicaba sus deseos sexuales más secretos. Y no quería morir sin que le pasara todo eso, no se lo podría permitir. Tenía miedo de esa vida de la que huía cuando era pequeña, esa que vivieron todos los otros. Huía de esa vida común, la de conocer a alquien especial con el que ser comunmente felices, con el que comprometerse, con el que vivir juntos el resto de sus vidas. De una vida normal. Encarcelada.

Huyes. Huyes y no te arrepientes hasta que vuelves.

Por fin de vuelta: mañana será un día duro, me he pasado los días de aquí para allá y al final no he podido hacer nada.
Siento que estoy aquí y que sigo formando parte de ello, pero sus historias ya no me pertenecen, su rutina ya no es la mía. Existe algo que nos une, claro: un cable invisible que no me permite irme del todo, que me retiene, que me llama inexorablemente. Y lo cuidamos. Ellos y yo.
Quizás ya es hora de partir.

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